Ciertamente, a mí esto de la sexualidad originaria es uno de los muchos temas que no interrumpen mis insomnios. Sin embargo, no siempre fue así. En mis años rosas, que fueron los primeros 12 a 15, edad en la que empecé a enrojecerme, recibí un demoledor mazazo cuando uno de los habituales contertulios que copaban la cocina/fogón/comedor de mi hogar materno, comentó que estaba leyendo una biblia que establecía que no había nada que hiciera ver que el Supremo Hacedor fuera de sexo masculino. (Leer la Biblia en esos tiempos no era nada recomendable para los feligreses y menos para pubertos, repetía con insistencia la clerecía). Con esta atrevida declaración se armó enorme batahola hasta que, de atrás de una gigantesca cazuela de barro, intervino mi abuela con la autoridad que le daba ser quien distribuía la pitanza. Así, dijo, breve pero rotunda: “Pero qué cabrestos son: Si ustedes creen en Dios, pues’tonces, puede ser lo que quiera ser en cada momento y, si se le ocurre ser las dos cosas al mismo tiempo, ¿quién le va a decir que no?” Puedo jurar que mi inolvidable “ancestra” (esta feminización del término es por guardar coherencia con el tema) jamás leyó a santa Juliana de Norwich, anacoreta y escritora inglesa, nacida en 1342 que sostenía, “Dios es nuestro padre, pero también nuestra madre”. Ni tampoco leyó un catecismo católico que declaraba terminante: “Dios no es ni hombre ni mujer. Es Dios”. Finalmente, y para salir de este tema al que me metí por algo tan absurdo que ni me atrevo a decirlo, permítanme hacerles un bello obsequio, en merecida reciprocidad a su tolerancia y buena onda. ¡Vaya pues, este emotivo poema del inolvidable Mario Benedetti!: “¿Y si Dios fuera mujer?”